viernes, 27 de octubre de 2017

Soy tuyo y seré tuyo, ¿recuerdas? Lo prometí.

Soy tuyo aunque otras uñas rasguen mi espalda.
No es una decisión que se tome de prisa, es una realidad que salió de mi boca mientras mi alma ardía y mis ojos se deretian mirando a los tuyos.
Soy tuyo porque la vida y la muerte pertenecen al mismo destino, pertencen al mismo camino y por más que traté de cruzar la calle sin ti, no puedo.
Desde que nací todo tenía un  por qué, ver el día pasar a la par de mis juguetes, tomar un crayón y dibujar.
Luego te conocí y entendí que con mis dedos también podía dibujar, pintar galaxias en tu cuerpo, uniendo los lunares haciendo un camino con mi lengua y entrelazar nuestras manos con cada pulso de mi corazón.
Y pienso que a cuántos más le dirás "soy tuya" y a cuántas les haré el amor como lo hacía contigo, con la única esperanza de encontrar algo de ti en ellas.
Los besos con esa sonrisa infinita que cruzaba y arrancaba cualquier día de mierda que tenía encima, quitabas porquería de encima para poner un infierno en mi cabeza con sólo imaginarte desnuda.
Soy tuyo, porqué mi sudor se quedo contigo.
Soy tuyo, porqué así hacías que lo repitiera cada vez que besaba tu cuello, y por ende, terminaste haciendo que lo sintiera.
Estaré en una cama que no es la tuya, le besaré el cuerpo y posiblemente haré que diga mi nombre, pero déjame decirte que nunca me había gustado tanto mi nombre cuando lo escuche salir de tus labios.
Es doloroso porque no quería sentir otra piel encima de la mía y obviamente duele como una patada en el estómago imaginar tu cuerpo encima de otro, pero así es el destino.
Pertenecernos el uno al otro mientras estemos con alguien más.
Soy tuyo y seré tuyo, ¿recuerdas? Lo prometí.

viernes, 8 de julio de 2016

siempre

El tiempo es un solitario siempre, siempre vencedor.
La inmensidad de la vida también a mí me aprieta tanto que no puedo respirar y me paso días sudando y vomitando y llorando.
Pero para dentro.
Sin que se nos manche la ropa, sin que se nos enrojezcan los ojos.
Y tú y yo eso lo sabíamos de sobra. Sabíamos que la angustia del sinsentido nos abrazaría sin remedio, sabíamos que pensar era nuestra condena y buscábamos libélulas entre las hojas bailarinas de los sauces porque éramos jóvenes y no íbamos a darnos por vencidos.
El amor era todo lo que nos quedaba.
Allí, acurrucado en la orilla del Guadalquivir nos esperaba tímido y prudente, nos acompañaba en nuestros juegos de niños y nos salpicaba agua clara las tardes de verano.
Estaba allí cuando apoyabas la espalda en las piedras y te cubrías los ojos del Sol con tus manos infantiles. Cuando me acercaba a ti sin hacer ruido y me quedaba mirándote la cara mojada, viendo el aire entrar por tu nariz y bajar hasta tu pecho, viendo tus pestañas largas descansar del mundo.
Estuvo vigilando cuando el de día de mi cumpleaños me regalaste el vestido amarillo que tu madre me había comprado y me dijiste al oído: “luego te doy el regalo de verdad” y me llevaste en tu bicicleta hasta el mar para darme un primer beso azul e inmenso.
El amor…
Intentaba ocultarse sin conseguirlo cuando hablábamos de filosofía de camino a la facultad, con los corazones asustados porque desde la ciudad no se veía el río.
Te miré la barba incipiente y los ojos oscuros y así, de la forma más hermosa, descubrí yo el tiempo, con tu mano sobre mi rodilla.
Pasaban los años y tú y yo seguíamos siendo tú y yo.
Íbamos al pueblo los fines de semana y paseábamos entre los recuerdos construyendo nuestra propia historia, revolcándonos entre los restos del otoño.
Riéndonos de las estrellas, y a veces llorando con ellas, intuyendo ya que la vida tenía reservado para nosotros una almendra amarga, un abismo.
Éramos demasiado iguales, Santi.
Queríamos salir, queríamos comernos el mundo, viajar, volar.
Y creíamos que podríamos con todo pero no pudimos.
Cuando te propusieron ir a Madrid a estudiar y a mí me ofrecieron la beca para Berlín la interrogación se hizo un hueco en el aire, nos sobrevolaba en cada conversación como una nube de polvo.
Maldita. El miedo nos fue calando a los dos por igual, agriando nuestras miradas, agriando el paisaje.
Miedo a convertirnos en aguas estancadas, en barrizales mediocres, miedo a acabar siendo tierra seca y muerta que lo único que puede hacer es esperar la lluvia de abril.
Amábamos el pueblo y a la vez nos aterraba su quietud, sus calles llenas de viejos con boina y el mismo gallo cantando cada amanecer.
Acabó el verano y ambos desaparecimos.
Entre promesas y despedidas alentadoras, desaparecimos para siempre.
La ilusión por el futuro brillante que se nos brindaba pudo con todo, se lo llevó todo.
Han pasado cuarenta años y yo ya no sé dónde está el amor.
Quizá se quedó a orillas del Guadalquivir, esperando a otros chiquillos despreocupados, o quizá se ha perdido en alguna carretera de Europa, intentando hacernos llegar la carta que nunca escribimos.
Para mí tampoco fue fácil. La Europa sofisticada que esperaba se mostró distante, en bastantes ocasiones hostil.
El Sol pasó de amigo compañero a padre trabajador, me daba para vivir pero nunca jugaba conmigo a derramarse en mi piel como solía hacerlo. Y me resigné igual que me resigné con tu ausencia: contando el tiempo con un reloj de muñeca que nunca había llevado hasta entonces, encerrada entre nubes y edificios grandes y grises, aprovechando el bullicio estridente y hueco como excusa para enclaustrarme a estudiar durante horas.
Todos los días.
Pasaron unos años y cuando empecé a trabajar ahorré algo de dinero y viajé por Navidades a España.
Recuerdo el camino hasta el pueblo en el coche viejo de mi padre, recuerdo los baches y los meneos en el asiento de atrás y recuerdo que veía tu silueta en cada curva.
Pregunté por ti.
Me dijeron que te iba bien, que seguías en Madrid haciendo un máster y que pasarías allí las fiestas con tu grupo de amigos.
Me pasé todo el viaje de avión de vuelta llorando a lágrima viva. La señora que estaba a mi lado me preguntó y le contesté sin mirarla: “¿Por qué no he pedido su dirección?” Y aún hoy me lo pregunto más de lo que me gustaría.
Finalmente conseguí encontrar otro sitio que hacer mío en el mundo, me he rodeado de gente buena a la que quiero y que me quiere, he aprendido a disfrutar del Sol pálido, del hervor de las calles, de los mil rostros nuevos cada día.
Santiago, no me puedes pedir que vuelva…
Contigo aprendí a vivir, descubrí el mundo en tus ojos y no lo he vuelto a ver desde ningún precipicio.
Santi, jamás he amado a nadie como te amé a ti. Pero no me puedes pedir que vuelva… Tú y yo ya no existimos.
Somos dos viejos desconocidos, no podemos manchar nuestra historia.
Por favor.
No me pidas que vuelva.


Gracias por haberme enseñado cuál es el sentido de esta alegoría imposible que llaman vida.


Hasta siempre,
Sofía.

sábado, 31 de octubre de 2015

Somos.

Somos todo aquello de lo que hemos dado para escribir,
somos cada una de las costras que se han caído después de curarnos la herida,
somos una playa en invierno y un beso en la frente de la persona que nos ha querido follar,
somos el susurro de alguien afónico de gritarnos tantas veces que nos quería,
somos la caída de un mechón de pelo que ha dado paso a una coleta y al sexo,
somos cada una de las estaciones en las que hemos perdido un tren para traernos en otro a una persona de la que enamorarnos perdidamente,
somos todas las explicaciones de más cuando lo mejor era hablar de menos,
somos cada una de las sonrisas que hemos levantado por la calle,
somos cada caricia que eriza una piel muerta a la que revivimos.

Somos el error que aparece cuando ya estaba la solución,
somos los "cinco minutos más" de cada mañana, y las prisas de después,
somos el verbo amar y el verbo odiar en la misma persona,
somos desconfianza y orden, confianza y caos.

Somos -o al menos deberíamos ser todos-.